KEYNES HOY

Hasta hace apenas seis meses, citar a Keynes era, para los economistas instalados en el pensamiento dominante de los últimos veinticinco años, poco menos que una anacronía o una clara desviación romántica y errónea. Hoy, entrando en 2009, no hay economista que no se identifique como digno sucesor de sus enseñanzas. Todos lo recuerdan como un faro en la economía del siglo XX y, no pocos, se aprestan a repasar su Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, de 1936, cuando no a hojearla por primera vez, sobre todo si se formaron en las aulas a partir de los 80.

¿Qué ha pasado para que Keynes vuelva ser de tanta actualidad? Pues simplemente que esta crisis financiera y global ha barrido todas las teorías que estaban en boga desde la anterior crisis del 73-79 que, a su vez, fue la que puso en entredicho las teorías keynesianas vigentes desde los años 40, dando por finalizado todo un periodo de prosperidad iniciado al final de la II Guerra Mundial (“los treinta gloriosos”). Es como el movimiento pendular. Ahora se está viendo que los mercados no se autorregulan por sí solos, que el papel del Estado es fundamental para salir en auxilio de los sectores en crisis y, por tanto, los impuestos son necesarios. Que el déficit público no es tan malo como nos hicieron creer cuando para entrar en la Unión Europea, nos obligaron a prometer, a instancias de Alemania, que no sobrepasaríamos el 3% del PIB, bajo pena de sanción.

Desde los 80, con el auge de los monetaristas (Hayeck, Friedman y compañía) se postulaba que para que no haya paro bastaba con dejar en libertad al mercado de trabajo: despido libre y sin subvenciones, reducción o desaparición de los subsidios de desempleo, nada de convenios colectivos, ni de salarios mínimos, ni de ordenanzas. De esta forma, piensan los monetaristas, los salarios se moverán al alza o a la baja, según las circunstancias, y si se reducen lo suficiente aparecerán empleadores dispuestos a ofrecer un puesto de trabajo, aunque sea al nivel de subsistencia. No hay paro involuntario: siempre es voluntario, pues basta con reducir las pretensiones. El FMI y el Banco Mundial han estado obligando a los países en vías de desarrollo a tomar medidas en esa dirección si querían obtener préstamos para inversiones. El foro de Davos y las organizaciones empresariales aplaudían esas políticas. Por el contrario, Keynes argumentaba que por debajo de un determinado salario nadie querría trabajar y, por tanto, la existencia de paro dependía de las expectativas de negocio de los empleadores: si los costes de personal vigentes en un determinado momento y lugar, permitían con una tecnología dada, esperar un beneficio, el empresario emplearía más gente. En el caso contrario, trataría de hacer más eficientes sus instalaciones de maquinaria e innovar en los productos y en los procesos de producción.

Desde los 80 se pensaba que para que los empresarios invirtieran no había nada mejor que abaratar el dinero, bajar el tipo de interés, de esta forma al reducir los costes de inversión, el empresario renovaría su equipo para hacer frente a la competencia. El Banco Central Europeo recientemente, pero la Reserva Federal americana desde siempre, han seguido esta política que ahora se muestra ineficaz. Keynes rebajaba el valor de esas políticas y argumentaba que la demanda de dinero para inversiones dependía de la cartera de pedidos de las empresas. Si eran abultadas el empresario se endeudaría fuese cual fuese el tipo de interés, siempre que pudiese asegurar la devolución del préstamo. Si su cartera de pedidos era escuálida no pediría ni un céntimo por barato que estuviese el dinero.
Keynes temía, más que a ninguna otra cosa, a la llamada “trampa de la liquidez” que se produce cuando la gente, familias y empresarios, dejan de pedir nuevos préstamos o reducen sus compras a plazos y restringen al mínimo su consumo, por muchos fondos prestables que tenga la banca y por bajo que sea el tipo de interés, pues una vez satisfecha la demanda de dinero para las transacciones corrientes, el temor, la incertidumbre sobre la situación económica inmediata les impide incurrir en nuevos endeudamientos. Se ha quebrado la confianza, las familias empiezan a ahorrar y ya no sirven de nada las inyecciones de mayor liquidez en el sistema ni, en general, el resto de medidas que propugnan los partidarios de la política monetaria. Lo estamos viendo actualmente en nuestro país.

En los últimos treinta años se ha estado machacando en la reducción del papel del Estado, hasta dejarlo sólo para el ejército, la policía, la diplomacia y poco más, como en Estados Unidos dónde casi todo es privado, incluido la educación o la sanidad. En Europa, sin llegar a esos niveles, se han privatizado la mayoría de empresas públicas y se intenta con servicios como correos, televisión, educación y sanidad (el estado francés se resiste a privatizar la electricidad). Todos hemos oído, no hace mucho, la conveniencia de ir desmontando el “estado de bienestar” que las políticas keynesianas habían posibilitado en Europa un modo de vida que parecía poco eficiente y despilfarrador a ojos de nuestros amigos americanos. En algunos países sudamericanos se privatizaron las pensiones (Friedman fue asesor de Pinochet). Keynes recomendaba asignar un papel preponderante al Estado, sobre todo en épocas de crisis. Si el consumo bajaba (él hablaría de la “demanda agregada”) el Estado debería dar subvenciones a los parados y pensionistas para que continuasen consumiendo, dinero a las administraciones (municipal, provincial, regional, etc.) para que invirtiesen en obras públicas y aumentasen el empleo y el consumo de energía y materias primas. Ayudas a los empresarios para que encontrasen nuevos mercados y volviesen a ver crecer sus carteras de pedidos. En definitiva, para Keynes todo se reducía a una cuestión de confianza. Confianza con el valor del dinero, con el Estado, con el sistema en general. Por eso, para él, el Estado debía jugar a la contra de cómo lo harían las familias: si las familias, empresarios y trabajadores consumían menos, el Estado debía gastar más, para compensar, aceptando el déficit público que fuese necesario. En caso contrario, si seguía el mismo juego, sólo conseguiría profundizar en la situación de crisis. En cambio, en las situaciones de bonanza, el Estado debía gastar menos, con lo que los superavits generados entonces compensarían los déficits de antaño. Es lo que se llama “presupuesto público anticíclico”.

Si su biografía, como economista, es deslumbrante y está al alcance de cualquier estudioso, no lo es menos como hombre de su tiempo: John Maynard Keynes, (1883-1946), nació en Cambridge en una familia acomodada de ambiente victoriano. Era el elemento aglutinante del grupo de Bloomsbury en el que estaban, entre otros, Vanesa Bell, Virginia Woolf, Lytton Strachey y Clive Bell, todos de inteligencia excepcional, gran poder de convicción y simpatía extraordinaria. Se trataba de un grupo intelectual elitista, aristocrático y algo misterioso, que seguía las doctrinas del filósofo G.E. Moore, cuya ética se basaba en alcanzar estados mentales únicos y deseables. Menos conocida es su afición a otras disciplinas: adquirió la mayor parte de los manuscritos de Newton sobre alquimia, aquellos que, a pesar de ser más voluminosos que los de física, nunca fueron publicados.

A mediados del siglo pasado, en las universidades se estudiaba a Keynes como un economista “de derechas” cuyas ideas estaban sirviendo para salvar el sistema capitalista frente a la opción marxista. A finales de siglo se minimizaba su aportación teórica y se le adscribía al grupo de pensadores “de izquierdas”. Hoy, en plena crisis, Keynes vuelve a ser “de derechas” y los de mi generación respiramos tranquilos al desvanecerse el embrollo intelectual al que nos habían sometido durante estos años.
La Historia, inexorable, vuelve a poner las cosas en su sitio.

Comentarios

Carmen ha dicho que…
me parece mentira que escribieras el artículo de keynes en Enero de 2009
joseluis ha dicho que…
Pues no debería parecértelo, porque en esa fecha ya habían pasado muchas cosas

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