LA INFLACIÓN

Si la inflación es mala, la deflación es peor. Técnicamente, la inflación es una subida continuada del nivel medio de los precios en una zona. Por tanto, para medir la inflación necesitamos dos cosas: definir y calcular el nivel medio de los precios en una fecha dada, por un lado, y volver a calcularlo en una fecha posterior para comparar los resultados. Se ve claro que lo que nos interesa es la comparación, las variaciones, no el nivel de precios en sí.
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Para calcular el nivel medio de precios se confecciona lo que se llama la cesta de la compra, es decir el conjunto de bienes y servicios que se consumen habitualmente; y a cada uno de ellos (agrupados en grupos, subgrupos, rúbricas, etc.) se le asigna un peso (ponderación) que representa su importancia relativa en la cesta. La mayoría pensamos que una subida de un diez por ciento en el precio de los abrigos de visón, debería significar menos, para calcular la inflación, que una subida de un uno por ciento en el precio del pan, por ejemplo. Así que primero hay que determinar qué artículos y qué importancia relativa (peso) debe tener cada uno de ellos para configurar la cesta de la compra.

En España esto se consigue con los datos que se obtienen de la llamada Encuesta Continua de Presupuestos Familiares, de periodicidad trimestral, y que refleja los cambios en las preferencias de consumo de los ciudadanos. Actualmente, la ponderación por grupos de artículos y servicios en esa cesta es la siguiente:

Alimentos 22,0%

Alcohol y tabaco 2,8%

Vestido y calzado 9,0%

Vivienda 10,3%

Menaje hogar 6,1%

Medicina 2,8%

Transporte 14,9%

Comunicaciones 3,6%

Ocio y cultura 7,1%

Enseñanza 1,6%

Hostelería 11,5%

Otros bienes 8,0%

(Fuente: Instituto Nacional de Estadística, www.INE.es)

Obsérvese que los españoles nos gastamos poco en medicina y enseñanza. La razón es que, aunque tambaleándose, todavía estamos en lo que se llama un estado de bienestar y no necesitamos comprarlos. Seguro que en E.E.U.U., esos dos grupos pesan más que aquí.

Una vez confeccionada la cesta de la compra, el INE realiza una encuesta mensual sobre el precio de 491 artículos (agrupados en los doce grupos anteriores) y en 177 municipios, con los que obtiene alrededor de 220.000 precios mensuales. El resto del trabajo se centra en su tratamiento estadístico e informático para obtener el famoso IPC (Índice de Precios al Consumo). Ese índice es un número mayor que 100, porque 100 es el índice que se asigna al promedio de los doce meses obtenidos en 2006. Es decir la base es el nivel de precios en 2006. En julio de 2010 ese índice era de 108,4, y eso significa que los precios habían subido un 8,4% respecto a 2006 en promedio. Algunos habían subido mucho, como el tabaco (48,1%) y otros habían bajado, como los aceites y grasas para la alimentación (27,5%). Como los alimentos pesan diez veces más que el tabaco, el incremento en el precio de este último debe ser despreciable en el IPC general.

Con este sistema de índices y muestreos mensuales por productos y municipios, es fácil obtener las variaciones mensuales, trimestrales o entre dos fechas, por productos, por municipios, provincias o comunidades autónomas; es una herramienta estadística muy buena para medir la inflación. Si se quiere comparar la inflación entre dos países hay que tener en cuenta que la cesta es distinta, pues las preferencias de sus ciudadanos también lo es. Un incremento en los alquileres en el Reino Unido, por ejemplo, tendrá una repercusión mucho mayor que en España, donde el porcentaje de viviendas en alquiler es menos de la mitad que allí. Por eso para comparar inflaciones de varios países primero hay que armonizarlos, trabajo del que se ocupa la Unión Europea, cuya oficina estadística (Eurostat) publica el índice armonizado. Otro índice del que se habla muchas veces es el de la inflación subyacente que no es más que el IPC general, del que se han suprimido las variaciones correspondientes en los precios de los alimentos frescos, para corregir efectos estacionales, y en los precios de la energía, para obviar parcialmente la inflación importada.

Pero, ¿por qué suben los precios? ¿por qué hay inflación?. Por muchas causas. Por lo pronto podemos distinguir entre la inflación nacional, autóctona, y la importada. En el caso español, que consumimos muchos bienes importados, un aumento de los precios en origen repercute directamente en nuestro IPC. El ejemplo típico es la energía: el incremento en el precio del gas o del petróleo tiene un reflejo inmediato en nuestra inflación.

Por lo que respecta a la inflación nacional los economistas distinguen entre la inflación de costes y la inflación de demanda. Vamos por la primera: Los precios pueden subir porque los costes de producción también lo hagan, y éstos son básicamente los salarios, los beneficios empresariales, las materias primas y las cargas o impuestos. Si se parte de una situación de equilibrio en un mercado competitivo, los salarios reales no presionan al alza si no es porque antes han subido los precios con la consecuente pérdida de poder adquisitivo por parte de los trabajadores. Luego la causa no suele estar aquí, aunque luego contribuyan con sus presiones a alimentar un proceso inflacionista ya desencadenado. Casi por las mismas razones, tampoco suelen ser los empresarios quienes den origen a un incremento de precios. Pero esto solo es verdad en una economía competitiva. No ocurre lo mismo con los monopolios ni en las situaciones similares, como las de predominio manifiesto por explotación en exclusiva de patentes, marcas, zonas de actuación o por acuerdos entre magnates para subir los precios. En estos casos sí que hay un origen claro de la inflación. Las materias primas (nacionales) pueden subir por una mala cosecha, por ejemplo, pero no es frecuente que se repitan año tras año. De todas formas, este posible foco de inflación solo se da en la agricultura (piensos y abonos) y en la industria donde el precio de las materias primas es muy importante, pero no en el sector de servicios (comercio, hostelería, transportes, banca, etc.). Por último, las cargas e impuestos suelen repercutirse directamente en los precios por lo que también pueden dar origen a un proceso inflacionista. Como esto lo saben todos los gobernantes, suelen ir con mucho cuidado a la hora de tomar este tipo de medidas (subir el IVA, por ejemplo) y cuando lo hacen podemos apostar a que no tienen otro remedio.

La llamada inflación de demanda tiene su origen en un exceso de dinero en circulación, es un problema monetario. Si la producción de un país crece un 3%, por ejemplo, y el dinero lo ha hecho en un 10%, parte de ese nuevo dinero servirá para pagar el incremento de bienes y servicios, pero el resto se traducirá en inflación, pues todos tendremos más dinero para comprar lo mismo (la producción nacional). Y esto es así aunque, a nivel individual, cada uno decida cambiar sus preferencias de gasto o comprar más cantidad al notar que tiene más dinero disponible. Al poco tiempo, cuando la economía se haya ajustado, comprobará que los precios han subido y que tiene el mismo poder de compra que tenía antes de empezar el proceso. Si los precios han subido pero también lo han hecho los salarios, las pensiones y todas las rentas en general, no se debería notar la inflación.

El problema surge porque durante ese proceso de ajuste no todos los precios ni todas las rentas suben por igual. Hay una nueva distribución del poder adquisitivo entre los ciudadanos, entre los que algunos saldrán ganando y otros perdiendo. Los que tengan mayor poder de negociación para obtener mejores rentas saldrán ganando. En la práctica todos salimos perdiendo porque, con el tiempo, los productos del país con inflación se habrán encarecido con respecto a los de los países competidores, con lo que se exportará menos y se importará más. Habrá perdido competitividad y algunos negocios cerrarán: menor crecimiento y más desempleo.

Pero, claro, la pregunta que se hace el lector que ha llegado hasta aquí es: ¿por qué sube más la cantidad de dinero que la producción? Si el único que pudiese crear dinero con su maquinita de hacer billetes fuese el banco central de cada país, éste sería el único responsable. En el caso actual de los países de la zona euro esa función le corresponde al Banco Central Europeo (BCE) quién, además de la maquinita, puede poner más o menos dinero en circulación mediante las compras y ventas de bonos y empréstitos: si compra bonos (papeles al fin y al cabo) pone dinero en circulación y viceversa. También puede hacerlo subiendo o bajando el tipo de interés que aplica en sus préstamos a todos los bancos y cajas de la Unión Europea. Si baja el tipo de interés (se abarata el precio del dinero), los bancos y cajas le pedirán más préstamos para, a su vez, concedérselos a sus clientes. Por eso, cuando hay peligro de inflación lo primero que hace el BCE es subir los tipos de interés y desalentar nuevos préstamos para inversiones.

El problema radica en que el BCE no tiene el monopolio en la creación de dinero: todos los bancos y cajas también crean dinero y de forma más difícil de controlar, es el dinero bancario. Veamos cómo. Un cliente del banco de la esquina acude a su oficina y deposita un cheque de, pongamos, 100.000 euros. El banco, como sabe por experiencia que todos sus clientes no irán a la vez a pedir todo el dinero depositado, se reserva una parte que, en la práctica actual, es muy inferior al 10% del depósito (coeficiente de caja) y dispone del resto para prestárselo a otros clientes. En nuestro ejemplo, el banco de la esquina concede un préstamo de 90.000 euros a otro cliente que quiere comprarse un piso. Éste paga el piso con ese préstamo, con lo que el vendedor del piso acude al banco de la otra esquina y deposita un cheque de 90.000 euros. El segundo banco vuelve a realizar su reserva del 10% y tiene 81.000 euros para prestar, y el proceso comienza de nuevo sucesivas veces. Matemáticamente se demuestra que el proceso continúa hasta que, entre todos los bancos que participan en este endiablado juego, hayan alcanzado un depósito conjunto de un millón de euros (se han creado 900.000 euros). Todo depende de ese coeficiente de caja o de reservas: cuanto más pequeño es, más crecen los depósitos creándose, por tanto, más dinero. Bueno todo depende de esto y de algo más importante: que no flaquee nuestra confianza en los bancos y en el dinero. La etimología de la palabra “confianza” nos lleva a fides, fe.

Antes de entrar en la Unión Europea, las autoridades españolas podían combatir la inflación subiendo, por ley, los coeficientes de caja y reservas, incrementando el tipo de interés de los préstamos en pesetas o sacando dinero de la circulación mediante la emisión de deuda pública (papeles, como siempre). Hoy, hemos de confiar en que todo eso lo haga bien el BCE, que lo hace por ley para todos los países del euro (téngase en cuenta que la inflación es su preocupación fundamental, no el crecimiento de la economía).

La deflación que, al contrario de la inflación, es la bajada persistente del nivel de precios, nunca se origina por el lado de los costes de las empresas (la oferta), y si lo hiciese (por ejemplo, por una superevolución tecnológica) no daría miedo, pues si bajan los costes habrá muchos más empresarios que se lancen a ese negocio hasta que se estabilice la oferta con la demanda. El origen de la deflación está en una disminución de la demanda porque sube el paro, porque se dejan de cobrar algunas rentas (alquileres, dividendos, ayudas sociales, etc.) y, sobre todo, porque se pierde la confianza y la gente prefiere ahorrar que consumir. Con la deflación muchas empresas no pueden bajar más los precios, con lo que se ven abocadas al cierre y al aumento del desempleo. Una vez que se ha intentado combatir la deflación con bajadas de los tipos de interés, si es persistente, el remedio en una democracia es político: basta con echar a los gobernantes actuales y elegir a otros que den más confianza. Por eso los gobiernos tienen tanto miedo a la deflación.

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