Paris

Mi padre me llevó a Valencia para coger el autobús Valencia – Paris que, por aquel entonces, era casi diario. La emigración de españoles hacia Europa de los años sesenta estaba en su apogeo y aunque estuviésemos en agosto se llenaba en todos los viajes. Había aprobado la reválida de sexto y, como premio, mis padres me pagaban este viaje, que serviría, además, para afianzar mi francés. Habían añadido un bolsillo en los calzoncillos para guardar el dinero y el pasaporte. Mi pretensión era estar en Paris todo el mes, para lo que tendría que trabajar en alguna cosa como veía que hacían todos los que se iban al extranjero. Llevaba media docena de direcciones de gente del pueblo que trabajaba allí y que, seguro, me ayudarían.Continuar...


La compañera de asiento era una tal Pepita que volvía de vacaciones para acompañar a la familia francesa, para quién trabajaba, durante su estancia estival en la Provenza. En las veinticuatro horas que duraba el trayecto tuvimos ocasión de conocernos y hablar de los motivos y anhelos para conseguir algún ingreso que me permitiera prorrogar la estancia. Ella me miraba incrédula, no sabiendo cómo hacerme ver la realidad sin quitarme toda la ilusión. Antes de llegar al destino ya me veía comprando el billete de vuelta. Los demás ocupantes iban callados, con paquetes y bolsas por todos lados, supongo que maldiciendo el fin de sus vacaciones y la vuelta con los franceses.

Sucios y cansados llegamos a Paris, a la Porte Maillot. Pepita me sumergió enseguida en el metro explicándome como funcionaba. Ni tiempo para ver casas, rótulos, calles ni tiendas. La orientación se conseguía mediante un pequeño plano del metro que me regaló y que más tarde supe que era casi de uso obligado en todos los conocidos con quienes contacté. Por medio de un amigo suyo a quién telefoneó, conseguí una habitación en un sórdido hotel cercano a la estación de la Motte Picquet. Pepita salía ese mismo día hacia su destino con lo que no pudo hacer nada más. Era sábado, hacía mucho calor y yo quería pasear y vivir. Así que, con el plano y preguntando, pude llegar a la “chambre” de unos amigos de Fageca. Con mucha sorpresa y la misma reacción que había notado en Pepita cuando les expuse el plan, quedamos en que, al día siguiente, me enseñarían París y que para buscar trabajo debía esperar a Septiembre, pues en vacaciones sólo podía haberlo en la construcción y, claro, no me veían en ese menester.

El domingo lo pasamos en el metro arriba y abajo, para ver la torre Eiffel, el Arco del Triunfo y, sobre todo, Pigalle. Conocían poco más de la superficie, pues ni el tiempo ni la escasez de dinero les alcanzaba para hacer turismo: estaban allí por obligación y poder mandar los ahorros a sus familias españolas. Eso sí, debían cuidarse la salud: comer y descansar lo suficiente. Por eso, ya que era domingo, comimos en la barra de un bar de Pigalle un buen bistec de caballo que, decían, tenía más vitaminas que el pollo o el cerdo. El espectáculo que se podían permitir era gratis y estaba en la calle: anuncios y fotos a la entrada de los cabarets, revistas porno de entonces en los quioscos, y muchas francesas con blusas ceñidas y faldas por encima de la rodilla que, ante mis preguntas, tampoco ellos podían asegurarme si se trataba de putas o no. Al anochecer nos fuimos pronto a descansar para no gastar más dinero, no sin antes recomendarme que al día siguiente pasase por una especie de despacho que había en la rue de la Pompe, donde trataban de encontrar trabajo para emigrantes españoles. Así lo hice y lo mismo: era mala época por las vacaciones pero que, no obstante, acudiese a las demandas de trabajo de los periódicos.


Dos días más estuve recorriendo todas las direcciones de los anuncios y ni para lavar platos en los bares. Parecía que, por mi aspecto poco curtido en trabajos fatigosos, no era candidato a trabajos como pintor, mozo de almacén o albañil, tan sólo podía optar a portero de una finca, conserje de oficina o cuidar niños en guarderías, pero claro, a partir de Septiembre. Cansado y con menos dinero cada vez, sabía que estaba viviendo un fracaso en toda regla. Esa noche era la última que podía pagarme.

Al día siguiente no tuve más remedio que, a través de otro contacto del pueblo, ofrecerme para trabajar de peón en una obra. Como no había cumplido los dieciocho años no tenía carné de conducir y, por tanto, no podían ponerme de conductor de los moto-contenedores que utilizaban para trasladar el hormigón hasta los cimientos donde se vertía. Así que me dieron una pala y a cargar la hormigonera. Todo el día lo mismo. Y era largo y tórrido. Cuando terminé me habían salido trece ampollas en las manos. Aquel día y los dos siguientes me dejaron dormir en la caseta de hierro que suele haber en las obras para dejar las herramientas, pero advirtiéndome que debía compartirla con un moro. Y allí lo hicimos, cada uno sujetando la bolsa de nuestras pertenencias y sin decir palabra. El sábado a mediodía, cuando cobré, tras comunicar que no me esperasen el lunes y con mi orgullo por los suelos, tomé el metro en Gambetta para ir directo al garaje desde donde salían los autobuses hacia Valencia. Tuve la suerte de encontrar pasaje y, además, con el asiento de al lado vacío para que pudiese dormir, gracias a que el dueño de la línea conocía a mis padres de tiempo atrás, cuando era un honorable vecino de Alcoy, dueño de un hotel, de la piscina municipal y de otros muchos negocios. Ahora vivía en Paris, desterrado, por haber matado a su esposa cuando la encontró yaciendo con su amante. Por entonces, si eras hombre, esa era la pena máxima en esos casos.

Todo el trayecto de vuelta iba pensando qué cara poner cuando me viesen regresar tan pronto. Mis argumentos no iban a ser más que simples excusas y tendría que mirar hacia otro lado para no ver los gestos de comprensión no exentos de sorna. Más o menos así fue, no tanto con mi familia, sino con los amigos. Pero había aprendido dos cosas importantes: que en adelante podía pisotear mi amor propio sin que se acabase el mundo, y que cada uno debíamos ser útiles para cosas diferentes en esta vida, cada uno servimos para trabajos distintos: no volvería a engañarme intentando pasar por lo que no soy.

Diez años después, al año de acabar en la universidad, volví a Paris con el jefe de la empresa en la que trabajaba como economista. Cenamos en Maxim’s, en la Tour d’Argent, en un bateaumouche por el Sena. Nos corrimos el Lido, el Moulin Rouge, el Crazy Horse y más de una cava de Montmatre. No subí en metro. Calculé que el hotel de lujo donde nos hospedábamos estaba construido, más o menos, sobre el garaje de la línea Valencia-Paris.

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