EN MADRID

¡Que malos recuerdos me vienen de aquel Colegio Mayor! Se llamaba Santa María de Europa, en la calle Cea Bermúdez, y espero que haya desaparecido. El logo era una carabela, por lo de Santa María. Lo de Europa no era una broma, era por la Europa central, la de la raza pura, la cuna aria. Era una institución de corte falangista, del “Movimiento”, en una época (curso 1.966-67) en la que Franco todavía mandaba mucho. En el comedor o en el bar podías encontrarte con Rosón, con Martín Villa, con Rodríguez de Valcárcel, o con otros “camaradas” que luego fueron recuperados por Suárez para la transición. Por supuesto las charlas y conferencias estaban al cargo de gente como Emilio Romero (director de PUEBLO), Blanco Tobío (director de ARRIBA) o Otto Skorzeny, el que más fervores levantaba cada vez que contaba cómo había liberado a Mussolini, preso en el macizo del Gran Susso, con su escuadrilla de planeadores. Nazis confesos dirigiéndose a sus fieles.

Nuevo y a los dieciocho años, no me enteraba de lo importante en la política de entonces, pero había cosas que me habían dejado muy claras: los comunistas estaban en el exilio o en la cárcel. En España, todo estaba bien atado, el peligro ahora venía del Opus. Y con respecto al extranjero los malos eran los judíos y, sus amigos, los americanos. El edificio estaba compartido con otro Colegio Mayor perteneciente al Servicio Español de Magisterio, a cuyos alumnos se despreciaba con machismo: eran las “semitas”, pues casi todos eran mujeres.

Los compañeros solían ser hijos o amigos de alcaldes franquistas, de señoritos andaluces o castellanos, y algunos catalanes y valencianos que, se daba por supuesto, habían abjurado de sus raíces. Se ingresaba en el Colegio si se tenía padrinos políticos (de la única política posible), pero en mi caso era el único que había entrado por un padrino eclesiástico: el cura oficial o “pater”. Se llamaba José Miguel Sustaeta y era un vasco (también había abjurado) que había pasado por un pequeño pueblo, en el que un comandante del ejército, amigo de mis padres, ejercía toda su influencia y poder. Como, al parecer, guardábamos algún parecido físico, se me identificó en seguida como el “sobrino del pater”.

Un pequeño problema tuve cuando se me ocurrió decorar una pared de mi habitación, color crema, con franjas verticales de papel rojo. ¡Catalanista!, me decían, y aunque argumentaba que había ocho o diez franjas y no cuatro, replicaban que eso era para disimular. Temblaba de pensar que alguien descubriese, por el correo, que estaba siguiendo un curso de valenciano por correspondencia, cuyo remitente era nada menos que Enric Valor, de Castalla. Mi compañero de habitación también era valenciano, de Benimodo, pero en público hablábamos en castellano para no suscitar el consabido: ¡Habla en cristiano!

Con Sustaeta no tenía mayores problemas que el de mi escaso fervor religioso, pero ya éramos mayores, universitarios, y no se nos podía obligar como en el internado de los años de bachiller, con misa y comunión diaria. Sustaeta era, además, asesor religioso de Televisión Española, en Prado del Rey, lo cual consistía en dos tareas principales: Hacer la misa de los domingos, que se retransmitía a menudo, y censurar algunas series de televisión. Con lo de la misa me las ingeniaba para no acompañarle, y si lo hacía, me quedaba como espectador raso, sin tocar la campanita y contestar en latín, como él hubiese preferido. Pero con lo de ver series de TV, ya era otra cosa. Eso me apetecía bastante más. La tele era lo nuevo.

Algunos días íbamos a Prado del Rey con su coche y me pasaba la tarde viendo capítulos y capítulos de las series de entonces. Recuerdo especialmente las de Bonanza, de vaqueros del Oeste americano, almibaradas y con un protagonista que siempre era muy bueno con los buenos y perdonaba la vida a los malos. Los de la tele nos colocaban en una pequeña sala de proyección con pantalla de cine y, mientras tomábamos café o refrescos, el operador pasaba la película. Si alguna escena o palabra altisonante se salía de lo decente o lo adecuado el censor levantaba el brazo y lo mantenía así hasta que todo volvía a la normalidad. El operador tomaba nota y después lo suprimía de la cinta. Yo quería que nos pasaran teleseries o películas de ambiente actual con la esperanza de ser el único en ver escenas fuertes como en “Desnuda por el mundo” o “La gata sobre el tejado de zinc” pero, claro, de eso no había en la televisión española, a pesar de que el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, hablaba de “apertura”. Se estaba preparando la Ley de Prensa e Imprenta.

Una de esas tardes Sustaeta me dejó como encargado de la censura pues él tenía que ausentarse por algún motivo. Me dijo que no me preocupara demasiado pues sólo iban a pasarme algunos capítulos de Bonanza, por lo que únicamente debía intervenir si había escenas de violencia con niños o si se soltaban palabrotas. De verdad que no recuerdo si hubo algo de eso en los tres o cuatro capítulos que presencié, pero sabía que no iba a levantar el brazo. Y así fue: no lo levanté ni una sola vez.

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