Con Marcial Lafuente Estefanía

Hay veces en que el dinero se necesita para estar a la altura con los amigos. Mantener las amistades supone estar dispuesto a gastar de forma pareja según lo requieran las circunstancias, y esto es especialmente importante cuando todo lo que se busca son amigos. Y se torna apremiante en la vida de los estudiantes fuera de casa, cuando aún no se ha formado una familia y parece, por tanto, que la más grande responsabilidad es participar de las iniciativas de los demás que, como todo, siempre cuestan dinero.

Con la asignación familiar se cubren los gastos necesarios a su criterio, es decir, el transporte, libros, alimentos, alojamiento, etc. Sin embargo, para mi lo verdaderamente necesario podía ser el cine, excursiones a la costa, discos y, sobre todo, salir de vinos para lo cual no faltaban invitaciones casi a diario. Con lo cual resultaba indiscutible que tenía que conseguir unos ingresos extra.

Habíamos alquilado un piso para cinco estudiantes en la calle Trafalgar y casi todos teníamos el mismo problema. Probamos con las ventas de colecciones de fascículos de enciclopedias, con suscripciones a Radio Barcelona, con la distribución de correspondencia de contenido político a posibles simpatizantes, cosa que era seguramente delito en tiempo de Franco, incluso a hacer de figurantes en algún rodaje de películas para TV. Por fin, uno de mis amigos consiguió un trabajo de corrector de imprenta en la Editorial Bruguera y cuando le encargaron la corrección de estilo, necesitó un ayudante para la corrección tipográfica y de ortografía por lo que empecé a desempeñar ese cometido en las horas libres.

Daniel, cuando volvía de la editorial, me traía montones de galeradas (pruebas de imprenta) que yo tenía que leer y anotar en el margen, con unos signos preestablecidos, todas las incorrecciones que encontrase. El trabajo requería atención, no era una simple lectura como estaba acostumbrado: había que ver la coherencia del relato por si se habían saltado líneas, cuidar que coincidiesen los nombres de los protagonistas y, por supuesto, las faltas de ortografía. Lo malo es que se trataba de novelas de bolsillo de Corín Tellado o Marcial Lafuente Estefanía y tenía que leerlas con más atención que si fueran de Stendhal o de Joyce.

Debido a las interrupciones nunca fui capaz de calcular cuánto tiempo necesitaba para cada novela y, todavía menos, cuánto dinero sacaría por cada una de ellas, pues aunque el precio estipulado era a un céntimo el punto, no tenía forma (ni ganas) de contar cada letra, signo, espacios en blanco, etc. En promedio, mis cálculos se basaban en unas cien pesetas por novela, con lo que debía leer al menos diez novelas por semana. Estaba claro que eso significaba menos horas de estudio o menos salidas con los amigos o, como al final resultó, una combinación de ambas cosas.

Las diez primeras novelas me costaron casi quince días y pelearme con los Mortimer y los Gustavo, según se tratase de novelas de Estefanía o de Tellado. Al principio Daniel me repasaba algún fragmento y siempre había alguna falta que se me había escapado. Por supuesto, me veía incapaz de leer dos veces la misma novela por lo que sólo me tranquilizaba el hecho de que siempre pasaban por, al menos, dos correctores como yo, puesto que, como es de cajón, esta literatura no pasaba por corrección de estilo.

Al final de esa segunda semana de trabajo intelectual, Daniel me llevó con su Citroen Dos Caballos a la Editorial Bruguera, en lo más alto de un turó de Barcelona, para que me conociese el encargado y para cobrar mi trabajo. El tal Gonzalo (creo que así se llamaba el encargado) luego de los consabidos comentarios sarcásticos sobre la buena vida de los estudiantes, la responsabilidad en el futuro y demás cosas, me dió un sobrecito de papel marrón con una cantidad escrita fuera: 1.035 pesetas. Me dijo que como no estaba en nómina, como tampoco lo estaba ningún corrector de mi categoría, el cobro era en metálico y sin papeles. Daniel, en cambio, tenía la paga ingresada en su banco. Bueno, pensé, tampoco se trata ahora de pensar en la jubilación. Así que con el dinero en el bolsillo emprendimos el regreso bajando por Balmes.

Era viernes por la mañana, ya había perdido las clases en la Facultad, tenía una deuda de gratitud con Daniel, por eso decidimos entrar en un tugurio de la parte alta de Balmes. Resultó ser un bar de chicas de esos madrugadores que abren antes del mediodía. Allí nos hicimos una, dos o no sé cuantas. Además Daniel no dejaba de invitar a una de las sedientas chicas, mientras yo trataba de entretenerme en una maquinita de millón (todavía no estaban autorizadas las de premio), pensando en que a cada minuto que pasaba me quedaría menos dinero para el fin de semana. Por fin Daniel me hizo caso y pidió la cuenta. Ascendió exactamente a 1.035 pesetas. Le di el sobre con mi paga sin abrir. La chica se rió, abrió el sobre y tomó su dinero. Estaba exacto.

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