Nueva York en el 92

Fue un viaje familiar de vacaciones en el verano del 92. El mundo occidental pasaba por una de sus crisis económicas pero, a diferencia de la actual, no éramos conscientes de ella, por lo menos los españoles. No teníamos móviles ni Internet y no era fácil contrastar y ampliar las noticias de la tele o la prensa. Además, en España, celebrábamos los 500 años del viaje de Colón y las olimpíadas de Barcelona. Como ya era costumbre, el mundo de los españoles pertenecía a otro planeta: aeropuertos abarrotados, ganas de vivir y optimismo, tanto que en Nueva York nos conocían por lo de give me two (déme dos), todo nos parecía barato en comparación, no con los precios de nuestro país, sino con la antigua opinión de que los viajes al extranjero eran muy caros y no nos lo podíamos permitir. Pero ya estábamos en el Mercado Común y el dólar sólo costaba noventa pesetas.

Al principio hicimos lo mismo que todos los turistas: la calle 42, el Empire State, las torres gemelas, la estatua de La Libertad, etc. Nos asombramos de las tiendas de la Quinta Avenida y sentimos una punzada de amor patrio al comprobar que allí también estaba Lladró, aunque fuésemos incapaces de comprarle nada. El Gugenheim nos fascinó casi tanto como Tifany’s o los baratos relojes de Canal Street. Todo el mundo a comprar aparatos electrónicos, máquinas de fotografía y abrigos de piel que luego se llevaban puestos ¡en pleno agosto! para pasar por la aduana española como prenda habitual. Los hombres, con camisas de manga larga ocultábamos cinco o seis relojes en cada brazo. Verdaderamente estábamos de foto.

Yo quería conocer el otro Nueva York, el de los negros y los hispanos, así que tras hacerme con un periódico en español para saber dónde ir, convencí a mi mujer, Carmen, para hacer una excursión a Harlem. Nos habían dicho que si decidíamos dar una vuelta por esos barrios no se nos ocurriera bajar del taxi. Pero pensamos que si éramos españoles no deberíamos tener problemas en el Harlem hispano, así que decidimos ir en metro a las calles 125 y adyacentes y visitar su mercado (Marketta) Así lo hicimos, y tras diez o doce paradas de metro, subimos a la superficie. La estación de metro era distinta: Podíamos salir libremente, pero los que entraban tenían que pasar por una especie de jaulas metálicas que sólo se abrían cuando un empleado desde su garita había observado a quienes querían acceder y accionaba la apertura de la jaula.

El aspecto de las calles era totalmente distinto. Ni vestigio de lo que habíamos visto hasta entonces. Sin embargo, la placa de una de ellas decía Park Avenue, pero creíamos que no podía ser la misma. Habíamos visto que Park Avenue, Madison y la 5ª eran las arterias más amplias y lujosas. Pero entre las calles 50 a 110, y no 15 calles más arriba. Las casas, de ladrillo, eran de cuatro o cinco alturas, muchas ventanas con los cristales rotos, por las que se veía los techos negros, ahumados. En algunas eran evidentes los restos de incendio por las fachadas. Las calles mantenían la cuadrícula típica de la ciudad, con aceras anchas pero con tramos sin pavimento. Las calzadas eran una mezcla de adoquines, asfalto con baches enormes, o simplemente tierra compacta. A la hora que llegamos ya había terminado el mercadillo y solo vimos los restos de frutas y verduras a los pies de los pilares de una vía elevada. Mientras nos dirigíamos hacia la calle principal con su biblioteca de barrio, en español, no podíamos olvidarnos de West Side Story, pues efectivamente, las pandillas de chavales continuaban igual, jugando al baloncesto en los solares con altísimas vallas metálicas, mientras otros estaban sentados en la acera con cervezas envueltas en bolsas de papel, en sus manos. La verdad es que nos miraban como bichos raros y alguno nos ofrecía hatchis cada vez que con su monopatín pasaba por nuestro lado.

En la esquina de la biblioteca había un policía que, naturalmente, hablaba nuestro idioma y nos informó que no debíamos pasar de tres calles más allá, pero yo quería que nos indicase si conocía alguna tienda de cosas de la santería, ya se sabe: muñequitos para sortilegios, piedras mágicas, dados de la suerte, hierbas…Al final nos comprendió y dijo ¡Ah, una botánica! Pues sí, era eso y nos señaló la más próxima que estaba justo al final de la tercera calle. Miró la hora de su reloj y dijo que podíamos ir sin demasiados problemas. Mientras hacíamos turno en la tienda disfrutaba viendo su contenido: agua bendita en spray, cuencos de calabaza y huesitos para adivinar el porvenir, pomadas y ungüentos para todo, muñequitos con sus alfileres y cantidad de hierbas secas y tiernas para toda clase de dolencias. Para los anglosajones todas las hierbas aromáticas, a excepción del té, parecían cosas de brujería. Carmen no podía tolerar la espera: Vamos que se hace muy tarde. Ya lo compraremos en otro sitio…Al final me hice con un par de libros sobre la santería yoruba con ritos y vocabulario que me ayudarían a entender mejor a Nicolás Guillén y su Sóngoro Cosongo.

Volvimos a la calle principal y decidimos comer en un restaurante criollo, en la barra, mientras el único camarero atendía a los parroquianos a través de un enorme ventanal que daba a la calle. Allí probamos dos o tres clases de excelentes frijoles cocinados, empanada de no sé qué y bananas fritas. Para beber se podía elegir entre agua o batidos de fresa, melocotón o coco. Nada de alcohol. Y al preguntar por una cerveza me dirigió hacia otra tienda de la misma acera. Allí me la dieron pero al ver que me la llevaba por la calle se empeñaron en ponerla en una bolsita de papel como las que había visto en los chavales sentados por la calle. El puritanismo americano.

Para pagar la comida le di al camarero del mostrador 13,35 dólares, importe que creía me había indicado, pero no, era tan sólo 3,35 como nos aclaró muy amablemente mientras se extrañaba cómo estábamos por allí mientras en la tele salían las olimpiadas de España.

Como no tenían café expreso decidimos volver a la civilización y tomarlo en el Hyatt Hotel, junto a Central Station. De forma que cuarenta minutos más tarde y tras pasar por la jaula del metro sin problemas, estábamos tomando un buen café en un lujoso y espectacular lugar atendidos por un camarero mejicano que nos contaba lo harto que estaba de los americanos y de su decisión de volver a México. El importe de los cafés fue de 3,35 dólares. Doce paradas de metro separaban el valor de una comida y el de un café. Ciertamente no pueden entendernos cuando, en Europa, se habla de igualdad.

Comentarios

Entradas populares