Washington en el 76

El director y propietario de la empresa donde trabajaba se empeñó en que debíamos ir a Washington esa primavera, a un congreso mundial de clubs de inversión. Era cierto que mi empresa administraba una treintena de esos clubs y era, por tanto, la empresa española que más instituciones de esa clase gestionaba.

Los clubs de inversión son agrupaciones de unas quince a veinte personas que, cada mes, aportan una pequeña cantidad para invertirla conjuntamente en Bolsa, para lo cual se reúnen y deciden las operaciones de compra o venta después de oír las noticias, rumores y análisis de las compañías candidatas. Rogelio, el director, y yo éramos los analistas y tutores de esos clubs, por lo que nuestra función era la de información y la de instrucción sobre la operatoria bursátil. En esa época, 1976, en España la Bolsa era raquítica, con pocos valores negociables diariamente, sin posibilidad de operaciones a plazo ni lo que ahora se llama futuros y derivados. En resumen, era bastante sencillo estar al día y conocer con cierta profundidad la realidad de los valores principales. Simplemente había que estar en los foros y ambientes adecuados. Por eso era importante ir a Washington y, a poder ser, como los únicos representantes españoles.

Allá que nos fuimos y como el coste del billete era el mismo, aprovechamos para estar tres o cuatro días en Miami y volar luego hacia la capital. Por ese entonces, las azafatas te recibían en el avión con una copa de champán francés, y podías fumar y beber todo lo que te apeteciese. En Washington nos hospedamos en el hotel Shoreman Americana, donde tendría lugar el congreso. Lo recuerdo perfectamente porque unos meses después, en noviembre, se convirtió en la sede del partido demócrata para las elecciones de ese año, en el que salió elegido Jimmy Carter como presidente. Era el año, además, en que se conmemoraba el segundo centenario de la independencia de Estados Unidos.

La primera mañana en el hotel pedí el desayuno continental en la habitación, tal como me lo habían recomendado. Mi sorpresa y azoro fue mayúsculo cuando llamaron a la puerta y entró un negro ya mayor, con el pelo blanco, sacado de una novela del estilo La Cabaña del Tío Tom, arrastrando un carrito con comida más que suficiente para un almuerzo de dos personas: huevos revueltos, bacón, mermeladas, frutas, zumos, pastas, café etc. y con el Washington Post del día. Normalmente sólo desayuno media tostada y un café. El camarero se empeñó, además en sentarme en un sillón mientras él me acercaba el carrito y me ponía las zapatillas. Nunca más volví a pedir el desayuno en la habitación.

Las sesiones del congreso duraban toda la mañana hasta las cinco de la tarde, con dos o tres pausas para café, y nosotros presentamos nuestra ponencia que lógicamente trataba sobre el futuro de los clubs de inversión en España. Éramos los únicos españoles, y en cuanto a europeos tan sólo había la delegación francesa formada por media docena de mujeres, otros tantos ingleses y un par de alemanes. La gran mayoría eran estadounidenses. Cuando terminaron las sesiones de ese primer día y, al pasar por recepción, recibimos varias citas para ir a sendas habitaciones no sabíamos bien a qué. Pensando que serían promociones comerciales para vendernos algo, desestimamos esas propuestas y preferimos salir a conocer la ciudad. Pero el segundo día, sábado, nos informamos mejor y acudimos a algunas de esas citas pues se trataba de invitaciones de otros congresistas para beber alcohol en su habitación. Para los españoles esto resulta chocante y sin sentido, pero para los americanos, que no suelen beber en público, esta era la forma de hacer nuevas amistades y tomar la dosis diaria. A mi ya me había llamado la atención que en el buffet, al término de las sesiones, no había cerveza y cuando pregunté por ella me señalaron un pequeño despacho, al fondo del salón, donde me dieron un ticket previo pago, para que el camarero me trajese una cerveza. ¡Qué complicado! Pensé.

De forma que nos propusimos cumplir con la mayor parte de esas invitaciones, pero en la tercera de ellas, además de Bourbon y vino de California había música y baile. Seríamos dos docenas de personas apiñadas en la suite, creo recordar que todos americanos excepto nosotros dos. Había gente de Boston, muy elegante, y otros de Dakota del Norte, con camisas a cuadros, como de leñadores. En eso que una mujer algo mayor que yo me sonríe con la copa en la mano y al saber que era español, from Spain y no spanish, muestra su interés por nuestro país y empezamos a bailar. Ella no entendía cómo en España podíamos tener simpatía por el socialismo que, por supuesto, no distinguía del comunismo (era la época de la transición). Con mi pobre inglés y ella con alguna palabra en español, continuamos con tan interesante conversación hasta que me preguntó si mi amigo y yo aceptaríamos cenar con ella en Alexandría, un pueblecito muy cercano. Como pude, sin dejarla, me acerqué a Rogelio y le dije: Oye que ésta nos invita a cenar ¡Hoy mojamos! Él, que estaba bailando con otra, confirmó la invitación y aceptamos, mirándonos con cara de extrañeza, pero esperanzados con la perspectiva de aventura.

Nuestra cara cambió cuando nos presentó a su marido que estaba por allí, bailando con otra. Nos subieron en su coche y fuimos a cenar al restaurante elegido. Resultó que él era militar de aviación y conocía Zaragoza porque había pasado épocas en la base americana de allí.

En un ambiente muy afable y simpático nos contaron el porqué de su invitación: No eran congresistas, era su pasatiempo de fin de semana. Cada sábado que podían se acercaban a uno de los grandes hoteles, donde siempre se celebraba algún congreso de lo que fuera, con el ánimo de conocer algún extranjero y explicarle las bondades de la vida americana, ayudarles a conocer la verdadera América y borrar los prejuicios que teníamos, sobre todo los europeos mediterráneos. Hacían país mostrando la American way of. life. No hubo aventura pero, ciertamente, fue preferible esta vivencia.

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