LOS OPERADORES FINANCIEROS

En uno de sus Ensayos Impopulares, Bertrand Russell vaticinaba que antes de acabar el siglo veríamos el mundo en uno de estos tres estados:


1º- El fin de la vida humana, quizá de toda la vida de nuestro planeta.


2º- Una vuelta a la barbarie después de una catastrófica disminución de la población del globo.


3º- Una unificación del mundo, bajo un solo gobierno que posea el monopolio de las principales armas para la guerra.

Era el verano del 46, recién terminada la segunda gran guerra. Se discutía sobre las sanciones que debían imponerse a los vencidos y, desde hacía dos años, se había fijado en Breton Woods la paridad dólar-oro (una onza de oro por 35 dólares) como divisa de reserva para todo el mundo, y creado el FMI y el Banco Mundial.

En la tercera de las posibilidades, B. Russell apuntaba que podía ser con o sin guerra de por medio, pero el mundo resultante iba a estar en una de las dos esferas: economía planificada (URSS) o economía capitalista (EEUU).

Ahora que llevamos diez años del nuevo siglo se podría decir que no andaba muy desencaminado en sus predicciones, pero en el fondo, la realidad es algo distinta: Efectivamente, el mundo se ha unificado bajo una ideología abrumadoramente predominante (pensamiento único) de capitalismo liberal, al que están convergiendo incluso los pueblos orientales y grandes sectores del islamismo. Pero no se da por ahora, aunque casi, “un solo gobierno que posea el monopolio de las principales armas para la guerra”. El sistema capitalista, basado en el individualismo deseoso de satisfacer no solo sus libertades, sino cualquiera de sus ambiciones, está arrinconando, por obsoletos, a los estados nacionales, esa creación moderna de convivencia que con tantas guerras y calamidades construyeron nuestros antepasados no muy remotos.

Hoy los gobiernos de esos estados están maniatados para llevar a cabo sus políticas de mejorar el bienestar de sus ciudadanos. Las armas para la guerra, que Russell imaginaba para “convencer” a los otros estados, no sabemos si, al final, no servirán para “convencer” a los propios ciudadanos.

En los años 70 se abandonó el patrón dólar-oro por los excesos de EEUU en la emisión de dólares para pagar la guerra de Vietnam (la onza de oro costaba más de 900 dólares) y desde entonces las monedas no están respaldadas por nada tangible, sean metales preciosos o sean otras divisas. La circulación del dinero se basa solo en la confianza mutua. Los economistas llaman a eso circulación “fiduciaria” (fiducia, en latín, confianza) y “crediticia” (de credo, en latín, creer). No debe olvidarse que las confianzas y las creencias tienen grandes dosis de irracionalidad y están sujetas, por tanto, a la influencia de mitos, supersticiones y propaganda interesada.

También en esa época se sellaba el llamado “consenso de Washington” que, en esencia, propugna la liberalización del comercio, bajos tipos de interés y movimiento de capitales sin restricciones. Fue la señal de salida para lo que hoy conocemos por “globalización”. Al mismo tiempo hicieron crisis las ideas keynesianas y se impusieron las políticas monetaristas, basadas en la reducción de los sectores públicos de los estados (privatizaciones), primacía del mercado y de las empresas para configurar la mejor política económica, y limitar las acciones de los gobiernos a los instrumentos monetarios: tipos de interés y tipos de cambio, principalmente. (Entre paréntesis, una veintena de años más tarde, los países europeos de la zona euro delegaron el manejo de esos instrumentos en un organismo independiente y supranacional: el Banco Central Europeo).

De resultas de todo ello, las razones económicas se han erigido en preponderantes a la hora de debatir la conveniencia de cualquier acción, tanto en el ámbito público como privado, y las finanzas son intocables, no sea que se quiebre la confianza en que se basan. En resumen, padecemos una “hipertrofia financiera”, hemos creado un monstruo.

Gracias a la globalización, auxiliada por las nuevas tecnologías, un fondo de pensiones de Minnesota, por ejemplo, podría tener más poder que el gobierno de Marruecos a la hora de implantar energías renovables en su país. Y el poder conjunto de los fondos de W. Buffet y de G. Soros es, económicamente, muy superior al de los presupuestos gubernamentales de la mayoría de los estados medianos del planeta. Pero tengamos claro que no se trata de especuladores (todo capitalista es, por definición, especulador) sino de agentes que buscan el máximo beneficio para sus fondos económicos.

Una de las manifestaciones de la “hipertrofia financiera” son los llamados “operadores financieros” que, desde cualquier parte del mundo, auscultan y vigilan en qué países, sectores y empresas, pueden obtener la máxima rentabilidad con la, también, máxima seguridad de que sus inversiones podrán ser reembolsadas con ganancias ciertas. Estos nuevos amos del mundo gobiernan con unas características muy especiales a la hora de elegir un país para sus inversiones:

1º.- Es de importancia secundaria el nivel de paro, la política laboral, las garantías laborales, etc . del país elegido.

2º.- También son secundarias las desigualdades (incluidas las de género) de los ciudadanos de ese país y, por tanto, las leyes y sistemas de protección social, de pensiones, etc.

3º.- Son igualmente secundarias la competitividad del tejido social y empresarial, la deslocalización de empresas así como la política de subvenciones o ayudas a las mismas.

4º.- Se establece como criterio primordial la estabilidad monetario-financiera, que les asegura el retorno de sus capitales, y los objetivos intermedios que toman sus gobiernos respecto a la inflación y el déficit público (para conseguir esa estabilidad).

Cuando un país ha sido aceptado en su lista, deciden si las inversiones se dirigirán a financiar empresas (a través de bolsa) o al propio estado (deuda pública). Solo entonces toman en consideración los criterios secundarios citados, junto con otros del área de la seguridad ciudadana, con el fin de evaluar tanto la estabilidad monetario-financiera como la social.

En consecuencia, los gobiernos se ven sometidos a la “opinión global” de los operadores financieros, manifestada en su particular concepto de estabilidad macroeconómica. Ahora los gobiernos dependen de la “credibilidad” ante los operadores financieros, por lo que el grueso de sus políticas deberá ir en esa dirección, dejando los flecos para intentar cumplir sus programas electorales. En épocas de bonanza los gobiernos tienen alguna posibilidad de compatibilizar ambas cuestiones, pero durante los periodos de crisis económica las restricciones derivadas del imperativo financiero dominan sobre todas las demás.

Quizá lo de “un gobierno único con el monopolio de las armas” se pueda traducir por “un pensamiento único cuyas armas son los operadores financieros”. Quizá Russell tenía razón.

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